El favor
Después de tres
años trabajando para una ONG en lo más profundo de la India, había
decidido volver a España. Recuerdo la ilusión con la que llegué a
ese remoto lugar. Recién salido de la universidad y con mi futuro
asegurado gracias a la herencia de mis padres, me pareció lo mejor
unirme a Manos Unidas contra el hambre e irme como médico a Matin,
una ciudad casi cerrada a los extranjeros en el distrito de Korba.
Pasado el plazo en
el que me había comprometido, solo me quedaba una semana en ese país
cuando el padre Juan, un capuchino misionero, vino a verme al
hospital donde trabajaba. Conocía la labor de este cura entre los
Dalits, conocidos en Occidente como los Intocables por ser la casta
más baja entre los hindúes. Durante veinte años, este hombre se
había volcado en el intento de hacer más llevadera la vida de estos
desgraciados. Habiendo convivido durante ese tiempo, llegué a tener
una muy buena relación con él, porque además de un santurrón,
este vizcaíno era un tipo divertido. Por eso no me extraño que
viniese a despedirse de mí.
Tras los saludos de
rigor, el cura cogiéndome del brazo, me dijo:
-Vamos a dar un
paseo. Tengo que pedirte un favor-.
Que un tipo, como el
padre Juan, te pida un favor es como si un general ordena a un
soldado raso hacer algo. Antes de que le contestara, sabía que no me
podía negar. Aun así, esperó a que hubiésemos salido de la misión
para hablar.
-Fernando-, me dijo
sentándose en un banco, -sé que vuelves a la patria-.
-Sí, Padre, me voy
en siete días-.
-Verás, necesito
que hagas algo por mí. Me has comentado de tu posición desahogada
en España y por eso me atrevo a pedirte un pequeño sacrificio para
ti, pero un favor enorme para una familia que conozco-.
La seriedad con la
que me habló fue suficiente para hacerme saber que ese pequeño
sacrificio no sería tan minúsculo como sus palabras decían,
pero aun así le dije que fuese lo que fuese se lo haría. El
sacerdote sonrió, antes de explicarme:
- Como sabes la vida
para mis queridos Dalits es muy dura, pero aún lo es más para las
mujeres de esa etnia-, no hizo falta que se explayara porque
por mi experiencia sabía de la marginación en que vivían.
Avergonzado de pedírmelo, fue directamente al meollo diciendo: -Hoy
me ha llegado una viuda con un problema. Por lo visto la familia de
su difunto marido quiere concertar el matrimonio de sus dos hijas con
un malnacido y la única forma que hay de salvar a esas dos pobres
niñas de un futuro de degradación es adelantarnos-.
-¿Cuánto dinero
necesita?-, pregunté pensando que lo que me pedía era que pagara la
dote.
-Poco, dos mil
euros..-, contestó en voz baja, -pero ese no es el favor que te
pido. Necesito que te las lleves para alejarlas de aquí porque si se
quedan, no tengo ninguna duda que ese hombre no dudará en
raptarlas-.
Acojonado, por lo
que significaba, protesté airado:
-Padre, ¿me está
pidiendo que me case con ellas?-.
-Sí y no. Como
podrás comprender, estoy en contra de la poligamia. Lo que quiero es
que participes en ese paripé para que puedas llevártelas y ya en
España, podrás deshacer ese matrimonio sin dificultad. Ya he
hablado con la madre y está de acuerdo a que sus hijas se vayan
contigo a Madrid como tus criadas. Los dos mil euros te los
devolverán trabajando en tu casa-.
Tratando de
escaparme de la palabra dada, le expliqué que era improbable en tan
poco espacio de tiempo que se pudiera conseguir el permiso de entrada
a la Unión Europea. Ante esto, el cura me respondió:
-Por eso no te
preocupes. He hablado con el arzobispo y ya ha conseguido las visas
de las dos muchachas-.
El muy zorro había
maniobrado a mis espaldas y había conseguido los papeles antes que
yo hubiese siquiera conocido su oferta. Sabiendo que no podía
negarle nada a ese hombre, le pregunté cuando tenía que
responderle.
-Fernando, como te
conozco y sabía que dirías que sí, he quedado con su familia que
esta tarde te acompañaría a cerrar el trato-, contestó con un
desparpajo que me dejó helado y antes de que pudiese quejarme, me
soltó: - Por cierto, además de la dote, tienes que pagar la boda,
son solo otros ochocientos euros-.
Viéndome sin
salida, acepté pero antes de despedirme, le dije:
-Padre Juan, es
usted un cabrón-.
-Lo sé, hijo, pero
la divina providencia te ha puesto en mi camino y quien soy yo, para
comprender los designios del señor-.
La boda
Esa misma tarde en
compañía del dominico, fui a ver a los tutores de las muchachas y
tras un tira y afloja de cuatro horas, deposité ciento treinta mil
rupias en manos de sus familiares en concepto de dote. Al salir
y debido a mi escaso conocimiento del hindú, pregunté al sacerdote
cuando se suponía que iba a ser la boda.
-Como te vas el
próximo lunes y las bodas duran dos días, he concertado con ellos
que tendrá lugar el sábado a las doce. Saliendo de la fiesta, os
llevaré en mi coche a coger el avión. No me fío del otro
pretendiente. Si no te acompaño, es capaz de intentar llevárselas a
la fuerza-.
Preocupado por sus
palabras, le pregunté que quien era el susodicho.
-El jefe de la
policía local-, me respondió y sin darle importancia, me sacó
otros quinientos euros para comprar ropa a mis futuras esposas: -No
querrás que vayan como pordioseras-.
Cabreado, me mantuve
en silencio el resto del camino hasta mi hotel. Ese curilla además
de haberme puesto en peligro, haciendo cuentas me había estafado más
de seiscientas mil de las antiguas pesetas. El dinero me la traía al
pario, lo que realmente me jodía era que le hubiese importado un
carajo que un poli del tercer mundo, me tomara ojeriza y encima por
un tema tan serio como quitarle sus mujeres. Afortunadamente, vivía
en un establecimiento para occidentales, mientras me mantuviera en
sus instalaciones era difícil que ese individuo intentara algo en
contra mía y por eso, desde ese día hasta el viernes solo salí de
él para ir al hospital y siempre acompañado de un representante de
la ONG para la que trabajaba.
Ese sábado, el
padre Juan se acercó al hotel una hora antes de lo que habíamos
acordado. Traía un traje típico que debía ponerme junto con un
turbante profusamente bordado. Conociendo de antemano lo que se
esperaba de mí, me vestí y saliendo del establecimiento nos
dirigimos hacia los barrios bajos de la ciudad, ya que, la ceremonia
tendría lugar en la casa de su tutor. Al llegar a ese lugar, el jefe
de la familia me presentó a la madre de las muchachas con las que
iba a contraer matrimonio. La mujer cogiendo mi mano empezó a
besarla, agradeciendo que alejara a sus hijas de su destino.
Me quedé
agradablemente sorprendido al verla. Aunque avejentada, la mujer que
tenía en frente no podía negar que en su juventud había sido una
belleza. Vestida con un humilde sari, intuí que bajo esas telas se
escondía un apetecible cuerpo.
Haciéndonos pasar a
un salón, me fueron presentando a los familiares allí congregados.
Busqué a mis futuras esposas pero no las vi y siguiendo la costumbre
me senté en una especie de trono que me tenían preparado. Desde
allí vi entrar al gurú, el cual acercándose a mí, me roció con
agua perfumada.
-Te está
purificando-, me aclaró el cura al ver mi cara.
Al desconocer el
ritual, le mostré mi extrañeza de no ver a las contrayentes.
Soltando una carcajada el padre Juan, me soltó:
-Hasta mañana, no
las verás. Lo de hoy será como tu despedida de soltero. Un banquete
en honor a la familia y los vecinos. Mientras nosotros cenamos, la
madre y las tías de tus prometidas estarán adornando sus cuerpos y
dándoles consejos de cómo comportarse en el matrimonio-.
Sus palabras me
dejaron acojonado y tratando de desentrañar su significado, le
solté:
-Padre, ¿está
seguro que ellas saben que es un paripé?-.
El cura no me
contestó y señalando a un grupo de músicos, dijo:
-En cuanto empiece
la música, vendrán los primos de las crías a sacarte a bailar. Te
parecerá extraño, pero su misión es dejar agotado al novio-.
-No entiendo-.
-Así se aseguran
que cuando se encuentre a solas con la novia, no sea excesivamente
fogoso-.
No me dejaron
responderle porque cogiéndome entre cinco o seis me llevaron en
volandas hasta el medio de la pista y durante dos horas, me tuvieron
dando vueltas al son de la música. Cuando ya consideraron que era
suficiente, dejaron que volviera a mi lugar y empezó el
banquete. De una esquina del salón, hicieron su aparición las
mujeres trayendo en sus brazos una interminable sucesión de platos
que tuve que probar.
Los tíos de mis
prometidas me llevaron a su mesa, tratando de congraciarse con el
extranjero que iba a llevarse a sus sobrinas. Usando al cura como
traductor, se vanagloriaban diciendo que las hembras de su familia
eran las más bellas de la aldea. A mí, me importaba un carajo su
belleza, no en vano, no guardaba en mi interior otra intención que
hacerle un favor al dominico, pero haciendo gala de educación puse
cara de estar interesado y con monosílabos, fui contestando a todas
sus preguntas.
El ambiente festivo
se vio prolongado hasta altas horas de la madrugada, momento en que
me llevaron junto al cura a una habitación aneja. Al quedarme solo
con él, intenté que me aclarara mis dudas pero aduciendo que estaba
cansado, me dejó con la palabra en la boca y haciendo caso omiso de
mi petición, se puso a rezar.
A la mañana
siguiente, el tutor de mis prometidas nos despertó temprano.
Trayendo el té, se sentó y mientras charlaba con el padre Juan,
ordenó a uno de sus hijos que ayudara a vestirme. Aprovechando que
los dos ancianos hablaban entre ellos, pregunté a mi ayudante por
sus primas. Este sonriendo me soltó que eran diferentes a la madre y
que no me preocupara.
En ese momento, no
comprendí a que se refería y tratando de sonsacarle el significado,
pregunté si acaso no eran guapas. Soltando una carcajada, me miró y
haciendo gestos, me tranquilizó al hacerme comprender que eran dos
bellezas. Creyendo entonces que se refería a que tenían mal
carácter, insistí:
-¡Que va!, son
dulces y obedientes-, me contestó y poniendo un gesto serio,
prosiguió diciendo: -Si lo que teme es que sean tercas, la primera
noche azótelas y así verán en usted la autoridad de un gurú-.
Lo salvaje del
trato, al que tenían sometidas a las mujeres en esa parte del mundo,
evitó que siguiera preguntando y en silencio esperé a que me
terminara de vestir. Una vez ataviado con el traje de ceremonia,
pasamos nuevamente al salón y de pie al lado del trono, esperé a
que entraran las dos muchachas.
Un murmullo me
alertó de su llegada y con curiosidad, giré mi cabeza para verlas.
Precedidas de la madre y las tías, mis prometidas hicieron su
aparición bajo una lluvia de pétalos. Vestidas con sendos saris
dorados y con un grueso tul tapando sus rostros, las dos crías se
sentaron a mi lado y sin dirigirme la mirada, esperaron a que diera
inicio la ceremonia.
Antes que se
sentaran, pude observar que ambas crías tenían un andar femenino y
que debían medir uno sesenta y poca cosa más. Habían sido unos
pocos segundos y sabiendo que debía evitar mirarlas porque sería
descortés, me tuve que quedar con las ganas de saber cómo eran
realmente.
Gran parte de la
ceremonia discurrió sin que me enterase de nada. Dicha confusión se
debía básicamente a mi mal conocimiento del Hindi, pero también a
mi completa ignorancia de la cultura local y por eso en determinado
momento, tuvo que ser el propio cura quién me avisara que iba a dar
comienzo la parte central del ritual y que debía repetir las frases
que el brahmán dijera.
Vi acercarse al
sacerdote hindú, el cual cogiendo las manos de mis prometidas,
las llevó a mis brazos y en voz alta, pronunció los votos. Al
oír el primero de los votos, me quedé helado pero sabiendo que
debía recitarlo, lo hice sintiendo las manos de las dos mujeres
apretando mis antebrazos:
-Juntos vamos a
compartir la responsabilidad de la casa-.
Aunque difería en
poco del sacramento católico en cuanto al fondo, no así en la forma
y preocupado por el significado de mi compromiso, en voz alta
acompañé a mis prometidas mientras juraban:
-Juntos vamos a
llenar nuestros corazones con fuerza y coraje-.
-Juntos vamos a
prosperar y compartir nuestros bienes terrenales-.
-Juntos vamos a
llenar nuestros corazones con el amor, la paz, la felicidad y los
valores espirituales-
-Juntos seremos
bendecidos con hijos amorosos-.
-Juntos vamos a
lograr el autocontrol y la longevidad-.
Pero de los siete
votos el que realmente me desconcertó fue el último. Con la voz
encogida, no pude dejar de recitarlo aunque interiormente estuviese
aterrorizado:
-Juntos vamos a ser
los mejores amigos y eternos compañeros-.
La ceremonia y el
banquete se prolongaron durante horas y por mucho que intenté
hacerme una idea de las muchachas, no pude. Era la madrugada del
domingo al lunes y cuando ya habían acabado los fastos y me subía
en un carro tirado por caballos, fue realmente la primera vez
que pude contemplar sus caras. Levantándose el velo que les cubría,
descubrí que me había casado con dos estupendos ejemplares de la
raza hindú y que curiosamente me resultaban familiares. Morenas con
grandes ojos negros, tanto Dhara como Samali tenían unas delicadas
facciones que unidas a la profundidad de sus miradas, las convertía
en dos auténticos bellezones.
Deslumbrado por la
perfección de sus rasgos, les ayudé a subirse al carruaje y bajo un
baño de flores, salimos rumbo a nuestro futuro. El cura había
previsto todo y a los pocos metros, nos estaba esperando su coche
para llevarnos directamente al aeropuerto y fue allí donde me enteré
que aunque con mucho acento, ambas mujeres hablaban español al haber
sido educadas en el colegio de los capuchinos.
Aprovechando el
momento, me encaré con el padre Juan y cabreado, le eché en cara el
haberme engañado. El dominico, con una sonrisa, me respondió que no
me había estafado y que él había insistido a la madre que les
dijese ese matrimonio era un engaño. Al ver mi insistencia, tuvo que
admitir que no lo había tratado directamente con las dos muchachas
pero que confiaba en que fueran conscientes del trato.
-Fernando, si
tienes algún problema, llámame- me dijo poniendo en mi mano sus
papeles.
La segunda sorpresa
que me deparaba el haberme unido a esas mujeres fue ver sus nombres
en los pasaportes, porque siguiendo la costumbre hindú sus apellidos
habían desaparecido y habían adoptado los míos, así que en contra
de la lógica occidental, ellas eran oficialmente Dhara y Samali
Álvarez de Luján.
El viaje
En la zona de
embarque, me despedí del cura y entregando los tres pasaportes a un
agente, entramos en el interior del aeropuerto. No me tranquilicé
hasta que pasamos el control de seguridad porque era casi imposible
que un poli del tres al cuarto pudiera intentar hacer algo en la zona
internacional. Como teníamos seis horas para que saliera nuestro
avión, aproveché para hablar con las dos hermanas. Se las veía
felices por su nuevo estado y tratándome de agradar, ambas competían
en quien de las dos iba a ser la encargada de llevar las bolsas del
equipaje. Tratando de hacer tiempo, recorrimos las tiendas de la
terminal. Al hacerlo, vi que se quedaban encandiladas con una serie
de saris que vendían en una de las tiendas y sabiendo lo difícil
que iba a ser comprar algo parecido en Madrid, decidí regalárselos.
-El dueño de la
casa donde viviremos ya se ha gastado bastante en la boda. Ni mi
hermana ni yo los necesitamos-, me respondió la mayor, Samali,
cuando le pregunté cual quería.
“El dueño de la
casa donde viviremos”, tardé en entender que se refería a mí,
debido a que siguiendo las normas inculcadas desde niñas, en la
india las mujeres no se pueden dirigir a su marido por su nombre y
para ello, usan una serie de circunloquios. Cuando caí que era yo y
como no tenía ganas de discutir, me impuse diciendo:
-Si no los aceptas,
me estás deshonrando. Una mujer debe de aceptar los obsequios que le
son ofrecidos-.
Bajando la cabeza,
me pidió perdón y junto con su hermana Dhara, empezaron a elegir
entre las distintas telas. Cuando ya habían seleccionado un par de
ellos, fue la pequeña la que postrándose a mis pies, me informó:
-Debemos probarnos
sus regalos-.
Sin entender que era
lo que quería, le pregunté:
-¿Y?-.
-Una mujer casada no
puede probarse ropa en un sitio público sin la presencia de su
marido-.
Comprendí que,
según su mentalidad, tenía que acompañarlas al probador y
completamente cortado, entré en la habitación habilitada para ello.
La encargada, habituada a esa costumbre, me hizo sentar en un sillón
y mientras esperaba que trajeran las prendas, me sirvió un té:
-Son muy guapas sus
esposas-, dijo en un perfecto inglés,- se nota que están recién
casados-.
Al llegar otra
dependienta con las telas, preguntaron cuál de las dos iba a ser la
primera en probarse. Dhara, la pequeña, se ofreció de voluntaria y
riéndose se puso en mitad del probador. Desde mi asiento y más
excitado de lo que me hubiese gustado reconocer, fui testigo de cómo
las empleadas la ayudaban a retirarse el sari, dejándola únicamente
con una blusa corta y pegada, llamada Choli y ropa interior. No pude
dejar de reconocer que esa cría de dieciocho años era un bombón.
Sus piernas largas y bien perfiladas serían la envidia de cualquier
adolescente española.
Mientras su hermana
se probaba la ropa, Samali, arrodillada a mi lado, le decía en hindi
que no fuese tan descocada. Al ver mi cara de asombro, poniéndose
seria, me dijo:
-Le aseguro que mi
pequeña es pura pero es la primera vez que se prueba algo nuevo-.
-No tengo ninguna
duda-, contesté sin dejar de contemplar la hermosura de su cuerpo.
Habiendo elegido los
que quería quedarse, le tocó el turno a la mayor, la cual
sabiéndose observada por mí, bajó la mirada, al ser desnudada. Si
Dhara era impresionante, su hermana no tenía por qué envidiarla.
Igual de bella pero con un par de kilos más rellenando su anatomía,
era una diosa. Pechos grandes que aun ocultos por la choli, se me
antojaron maravillosos y que decir de su trasero, que sin un solo
gramo de grasa, era el sueño de cualquier hombre.
“Menudo panorama”,
pensé al percatarme que iba a tener que convivir con esos dos
portentos de la naturaleza durante algún tiempo en mi chalet del
Plantío. “El padre Juan no sabe lo que ha hecho, me ha metido la
tentación en casa”.
-Nuestro guía no va
a tener queja de nosotras, hemos sido aleccionadas por nuestra
madre-, me explicó Dhara sacándome de mi ensoñación,
-sabremos hacerle feliz-.
Al oír sus palabras
y uniéndolas con el comentario de su hermana, me di cuenta que esas
dos mujeres desconocían por completo el acuerdo que su progenitora
había llegado con el cura. Creían que nuestro matrimonio era real y
que ellas iban a España en calidad de esposas con todo lo que
significaba. Asustado por las dimensiones del embrollo en el que me
había metido, decidí que nada más llegar a Madrid, iba a dejárselo
claro.
Al pagar e intentar
coger las bolsas con las compras, las hermanas se me adelantaron.
Recordé que era la mujer quien cargaba la compra en la India y por
eso, no hice ningún intento de quitárselas y recorriendo el pasillo
del aeropuerto, busqué un restaurante donde comer. Conociendo sus
hábitos vegetarianos y no queriendo parecer un animal sin alma,
elegí un restaurante hindú en vez de meterme en un Burger, que era
lo que realmente me apetecía.
“Cómo echo de
menos un buen entrecot”, pensé al darme el camarero la carta.
Al no saber qué era
lo que esas niñas comían, decidí que lo más sencillo era que
ellas pidieran pero sabiendo sus reparos medievales, dije a la
mayor, si es que se puede llamar así a una cría de veinte años:
-Samali, no me
apetece elegir. Quiero que lo hagas tú-.
La joven se quedó
petrificada, no sabiendo que hacer. Tras unos momentos de confusión
y después de repasar cuidadosamente el menú, me contestó:
-Espero que sea del
agrado del cabeza de nuestra familia, mi elección-, tras lo cual
llamando al empleado, le pidió un montón de platos.
El pobre hombre al
ver la cantidad de comida que le estaba pidiendo, dirigiéndose a mí,
me informó:
-Temo que es mucho.
No podrán terminarlo-.
Había puesto a la
muchacha en un brete sin darme cuenta. Si pedía poca cantidad y me
quedaba con hambre, podría castigarla. Y en cambio sí se pasaba,
podría ver en ello una ligereza impropia de una buena ama de casa.
Sabiendo que no podía quitarle la palabra, una vez se la había
dado, tranquilicé al empleado y le ordené que trajera lo que se le
había pedido. Solo me di cuenta de la barbaridad de lo encargado,
cuando lo trajo a la mesa. Al no quedarme más remedio, decidí que
tenía que terminarlo. Una hora más tarde y con ganas de vomitar,
conseguí acabármelo ante la mirada pasmada de todo el restaurant.
Mi acto no pasó
inadvertido y susurrándome al oído, Samali me dijo:
-Gracias, sé que lo
ha hecho para no dejarme en ridículo-, y por vez primera, esa mujer
hizo algo que estaba prohibido en su tierra natal, tiernamente cogió
mi mano en público.
No me cupo ninguna
duda que ese sencillo gesto, hubiese levantado ampollas en su ciudad
natal, donde cualquier tipo de demostración de cariño estaba vedado
fuera de los límites del hogar. Sabiendo que no podía devolvérselo
sin avergonzarla, pagué la cuenta y me dirigí hacia la puerta de
embarque. Al llegar pude notar el nerviosismo de mis acompañantes,
al preguntarles por ello, Dhara me contestó:
-Hasta hoy, no
habíamos visto de cerca un avión-.
Su mundo se limitaba
a la dimensión de su aldea y que todo lo que estaba sintiendo las
tenía desbordadas, por eso, las tranquilicé diciendo que era como
montarse en un autobús, pero que en vez de ir por una carretera iba
surcando el cielo. Ambas escucharon mis explicaciones en silencio y
pegándose a mí, me acompañaron al interior del aeroplano. Al ser
un vuelo tan pesado, decidí con buen criterio sacar billetes de
primera pero lo que no me esperaba es que fuese casi vacío, de forma
que estábamos solos en el compartimento de lujo. Aunque teníamos a
nuestra disposición muchos asientos, las muchachas esperaron que me
sentara y entonces se acomodaron cada una a un lado.
Como para ellas todo
era nuevo, les tuve que explicar no solo donde estaba el baño sino
también como abrocharse los cinturones. Al trabar el de Dhara, mi
mano rozó la piel de su abdomen y la muchacha lejos de retirarse, me
miró con deseo. Incapaz de articular palabra, no pude disculparme
pero al ir a repetir la operación con su hermana, ésta cogiendo mi
mano la pasó por su ombligo, mientras me decía:
-Un buen maestro
repite sus enseñanzas-.
Ni que decir tiene
que saltando como un resorte, mi sexo reaccionó despertando de su
letargo. Las mujeres al observarlo se rieron calladamente,
intercambiando entre ellas una mirada de complicidad. Avergonzado
porque me hubiesen descubierto, no dije nada y cambiando de tema, les
conté a que me dedicaba.
Tanto Samali como
Dhara se quedaron encantadas de saber que el hombre con el que se
habían desposado era un médico porque según ellas así ningún
otro hombre iba a necesitar verlas desnudas. Solo imaginarme ver a
esa dos preciosidades como las trajo Dios al mundo, volvió a
alborotar mi entrepierna. La mayor de las dos sin dejar de sonreír,
me explicó que tenía frio.
Tonto de mí, no me
di cuenta de que pretendía y cayendo en su trampa, pedí a la
azafata que nos trajera unas mantas. Las muchachas esperaron que las
tapara y que no hubiese nadie en el compartimento, para pegarse a mí
y por debajo de la tela, empezaron a acariciarme. No me esperaba esos
arrumacos y por eso no fui capaz de reaccionar, cuando sentí que sus
manos bajaban mi cremallera liberando mi pene de su encierro y entre
las dos me empezaron a masturbar. Al tratar de protestar, Dhara
poniendo su dedo en mi boca, me susurró:
-Déjenos-.
Los mimos de las
hermanas no tardaron en elevar hasta las mayores cotas de excitación
a mi hambriento sexo, tras lo cual desabrochándose las blusas, me
ofrecieron sus pechos para que jugase yo también. Mis dedos
recorrieron sus senos desnudos para descubrir que como había
previsto eran impresionantemente firmes y suaves. Solo la presencia
cercana de la empleada de la aerolínea evitó que me los llevara a
la boca. Ellas al percibir mi calentura, acelerando el ritmo de sus
caricias y cuando ya estaba a punto de eyacular, tras una breve
conversación entre ellas, vi como Samali desaparecía bajo la manta.
No tardé en sentir sus labios sobre mi glande. Sin hacer ruido, la
mujer se introdujo mi sexo en su garganta mientras su hermana me
masajeaba suavemente mis testículos.
Era un camino sin
retorno, al sentir que el clímax se acercaba, metí mi mano por
debajo de su Sari y sin ningún recato, me apoderé de su trasero.
Sus duras nalgas fueron el acicate que me faltaba para explotar en su
boca. La muchacha al sentir que me vaciaba, cerró sus labios y
golosamente se bebió el producto de mi lujuria. Tras lo cual,
saliendo de la manta, me dio su primer beso en los labios y mientras
se acomodaba la ropa, me dijo:
-Gracias-.
Anonadado comprendí
que si antes de despegar esas dos bellezas ya me habían hecho una
mamada, difícilmente al llegar a Madrid iba a cumplir con lo
pactado. Las siguientes quince horas encerrado en el avión, iba a
ser una prueba imposible de superar. Aun así con la poca decencia
que me quedaba, decidí que una vez en casa darles la libertad de
elegir. No quería que fuera algo obligado el estar conmigo.
Tratando de
comprender su comportamiento, les pregunté por su vida antes de
conocerme. Sus respuestas me dejaron helado, por lo visto, su madre
al quedarse viuda no tuvo más remedio para sacarlas adelante que
ponerse a limpiar en la casa del policía que las pretendía. Ese
hombre era tan mal bicho que a la semana de tenerla trabajando, al
llegar una mañana, la violó para posteriormente ponerla a trabajar
en un burdel.
Con lágrimas en los
ojos, me explicaron que como necesitaba el dinero y nadie le daba
otro trabajo, no lo había denunciado. Todo el mundo en el pueblo
sabía lo sucedido y a que se dedicaba y por eso la pobre mujer las
había mandado al colegio de los monjes dominicos. Al alejarlas de su
lado, evitaba que sufrieran el escarnio de sus vecinos pero sobre
todo las apartaba de ese mal nacido.
“Menuda vida”
pensé disculpando la encerrona del cura. El santurrón había visto
en mí, una vía para que esas dos niñas no terminaran
prostituyéndose como la madre. Cogiéndoles las manos, les prometí
que en Madrid, nadie iba a forzales a nada. No había acabado de
decírselo, cuando con voz seria Dhara me replicó:
-El futuro padre de
nuestros hijos no necesitará obligarnos, nosotras les serviremos
encantadas, pero si no le cuidamos adecuadamente es su deber
hacérnoslo saber y castigarnos-
La sumisión que
reflejaba sus palabras no fue lo que me paralizó, sino como se había
referido a mi persona. Esas dos crías tenían asumido plenamente que
yo era su hombre y no les cabía duda alguna que sus vientres serían
germinados con mi semen. Esa idea, que hasta hacía unas pocas horas
me parecía inverosímil, me pareció atrayente y en vez de
rectificarla, lo dejé estar. Samali que era la más inteligente de
las dos, se dio cuenta de mi silencio y malinterpretándolo, llorando
me preguntó:
-¿No nos venderá
al llegar a su país?-.
Al escucharla
comprendí su miedo, y acariciando su mejilla, respondí:
-Jamás haría algo
semejante. Vuestro sufrimiento se ha acabado, me comprometí a
cuidaros y solo me separaré de vosotras, si así me lo pedís-.
Escandalizadas, me
contestaron al unísono:
-Eso no ocurrirá,
hemos jurado ser sus eternas compañeras y así será-.
Aunque eso
significaba unirme de por vida a ellas, escuché con satisfacción
sus palabras, tras lo cual les sugerí que descansaran porque el
viaje era largo. La más pequeña acurrucándose a mi lado, me dijo
al oído mientras su mano volvía a acariciar mi entrepierna:
-Mi hermana ya ha
probado su virilidad y no es bueno que haya diferencias-.
Solté una carcajada
al oírla. Aunque me apetecía, dos mamadas antes de despegar era
demasiado y por eso pasando mi mano por su pecho le contesté:
-Tenemos toda una
vida para lo hagas-.
Poniendo un puchero
pero satisfecha de mis palabras, posó su cabeza en mi hombro e
intentó conciliar el sueño. Su hermana se quedó pensativa y
después de unos minutos, no pudo contener su curiosidad y me soltó:
-Disculpe que le
pregunte, ¿tendremos que compartir marido con alguna otra mujer?-.
Tomándome una
pequeña venganza hice como si no hubiese escuchado y así dejarla
con la duda. El resto del viaje pasó con normalidad y no fue
hasta que el piloto nos informó que íbamos a aterrizar cuando
despertándolas les expliqué que no tenía ninguna mujer.
También les pedí que, como en España estaba prohibida la
poligamia, al pasar por el control de pasaportes y aprovechando que
en nuestros pasaportes teníamos los mismos apellidos, lo mejor era
decir que éramos hermanos por adopción. Las muchachas, nada más
terminar, me dijeron que, si les preguntaban, confirmarían mis
palabras.
-Sé que es raro
pero buscaré un abogado para buscar la forma de legalizar nuestra
unión-.
Dhara, al oírme, me
dio un beso en los labios, lo que provocó que su hermana, viendo que
la azafata pululaba por el pasillo, le echase una bronca por
hacerlo en público.
“Qué curioso”,
pensé, “no puso ningún reparo a tomar en su boca mi sexo y en
cambio se escandaliza de una demostración de cariño”.
Al salir del avión
y recorrer los pasillos del aeropuerto, me percaté que la gente se
volteaba a vernos.
“No están
acostumbrados a ver a mujeres vestidas de sari”, me dije en un
principio pero al mirarlas andar a mi lado, cambié de opinión; lo
que realmente pasaba es que eran un par de bellezas. Orgulloso de
ellas, llegué al mostrador y al dar nuestros pasaportes al
policía, su actitud hizo que mi opinión se confirmara. Embobado,
selló las visas sin apenas fijarse en los papeles que tenía
enfrente porque su atención se centraba exclusivamente en ellas.
-Están casadas-,
solté al agente, el cual sabiendo que le había pillado, se disculpó
y sin más trámite, nos dejó pasar.
Samali, viendo mi
enfado, me preguntó qué había pasado y al explicarle el
motivo, se sonrió y excusándolo, dijo:
-No se debe haber
fijado en que llevamos el bindi rojo-.
Al explicarle que
nadie en España sabía que el lunar rojo de su frente significaba
que estaba casada, me miró alucinada y me preguntó que como se
distinguía a una mujer casada. Como no tenía ganas de explayarme,
señalando el anillo de una mujer, le conté que al casarse los
novios comparten alianzas. Su reacción me cogió desprevenido,
poniéndose roja como un tomate, me rogó que les compraras uno a
cada una, porque no quería que pensaran mal de ellas.
-No te entiendo-,
dije.
-No es correcto que
dos mujeres vayan con un hombre por la calle sino es su marido o que
en el caso que estén solteras, éste no sea un familiar-.
Viendo que desde su
punto de vista, tenía razón, prometí que los encargaría.
Al llegar a la sala
de recogida de equipajes, con satisfacción, comprobé que nuestras
maletas ya habían llegado y tras cargarlas en un carrito, nos
dirigimos hacia la salida. Nadie nos paró en la aduana, de
manera que en menos de cinco minutos habíamos salidos y nos pusimos
en la cola del Taxi. Estaba charlando animadamente con las dos
hermanas cuando, sin previo aviso, alguien me tapó los ojos con sus
manos. Al darme la vuelta, me encontré de frente con María, una
vieja amiga de la infancia, la que sin percatarse que estaba
acompañado, me dio dos besos y me preguntó que cuando había
vuelto.
-Ahora mismo estoy
aterrizando-, contesté.
-¡Qué maravilla!,
ahora tengo prisa pero tenemos que hablar, ¿Por qué no me invitas a
cenar el viernes en tu casa? y así nos ponemos al día.
-Hecho- respondí
sin darme cuenta al despedirme que ni siquiera le había presentado a
mis acompañantes.
Las muchachas que se
habían quedado al margen de la conversación, estaban
enfadadas. Sus caras reflejaban el cabreo que sentían pero,
realmente no reparé en cuanto, hasta que oí a Dhara decir a
su hermana en español para que yo me enterara:
-¿Has visto a esa
mujer?, ¿quién se cree que es para besar a nuestro marido y encima
auto invitarse a casa?-.
Al ver que estaba
celosa, estuve a punto de intervenir cuando para terminarla de joder,
escuché la contestación de su hermana:
-Debe de ser su
prima porque, si no lo es, este viernes escupiré en su sopa-.
“Mejor me callo”,
pensé al verlas tan indignadas y subiéndonos a un taxi, le pedí al
conductor que nos llevara a casa pero que en vez de circunvalar
Madrid, lo cruzara porque quería que las muchachas vieran mi ciudad
natal. Con una a cada lado, fui explicándoles nuestro camino. Ellas
no salían de su asombro al ver los edificios y la limpieza de las
calles, pero contra toda lógica lo único que me preguntaron era
porque había tan pocas bicicletas y que donde estaban los niños.
Solté una carcajada
al escucharlas, tras lo cual, les conté que en España no había
tanta costumbre de pedalear como en la India y que si no veían
niños, no era porque los hubieran escondido sino porque no había.
-La pareja española
tiene un promedio de 1.8 niños. Es una sociedad de viejos-, les dije
recalcando mis palabras.
Dhara hablando en
hindi, le dijo algo a Samali que no entendí pero que la hizo
sonreír. Cuando pregunté que había dicho, la pequeña avergonzada
respondió:
-No se enfade
conmigo, era un broma. Le dije a mi hermana que los españoles eran
unos vagos pero que estaba segura que el padre de nuestros futuros
hijos iba pedalear mucho nuestras bicicletas.
Ante semejante
burrada, ni siquiera el taxista se pudo contener y juntos soltamos
una carcajada. Al ver que no me había disgustado, las dos
hermanas se unieron a nuestras risas y durante un buen rato un
ambiente festivo se adueñó del automóvil. Ya estábamos cogiendo
la autopista de la Coruña cuando les expliqué que vivía en un
pequeño chalet cerca de donde estábamos. Asintiendo, Samali me
preguntó si tenía tierra donde cultivar porque a ella le encantaría
tener una huerta. Al contestarle que no hacía falta porque en Madrid
se podía comprar comida en cualquier lado, ella me respondió:
-No es lo mismo,
Shakti favorece con sus dones a quien hace germinar al campo-,
respondió haciendo referencia a la diosa de la fertilidad.
“O tengo cuidado,
o estas dos me dan un equipo de futbol”, pensé al recapacitar en
todas las veces que habían hecho aludido al tema.
Estaba todavía
reflexionando sobre ello, cuando el taxista paró en frente de mi
casa. Sacando dinero de mi cartera, le pagué. Al bajarme y sacar el
equipaje, vi que las muchachas lloraban.
-¿Qué os ocurre?-,
pregunté.
-Estamos felices al
ver nuestro hogar. Nuestra madre vive en una casa de madera y jamás
supusimos que nuestro destino era vivir en una casa de piedra-.
Incómodo por su
reacción, abriendo la puerta de la casa y mientras metía el
equipaje, les dije que pasaran pero ellas se mantuvieron fuera.
Viendo que algo les pasaba, les pregunté que era:
-Hemos visto
películas occidentales y estamos esperando que nuestro marido nos
coja en sus brazos para entrar-.
Su ocurrencia me
hizo gracia y cargando primero a Samali, la llevé hasta el salón,
para acto seguido volver a por su hermana. Una vez los tres
reunidos, las dos muchachas no dejaban de mirar a su alrededor
completamente deslumbradas, por lo que para darles tiempo a similar
su nueva vida, les enseñé la casa. Sirviéndoles de guía las fui
llevando por el jardín, la cocina y demás habitaciones pero
lo que realmente les impresionó fue mi cuarto, por lo visto jamás
habían visto una King Size y menos una bañera con jacuzzi. Verlas
al lado de mi cama, sin saber qué hacer, fue lo que me motivó a
abrazarlas. Las dos hermanas pegándose a mí, me colmaron de besos y
de caricias pero cuando ya creía que íbamos a acabar acostándonos,
la mayor, arrodillándose a mis pies, dijo:
-Disculpe nuestro
amado. Hoy va a ser la noche más importante de nuestras vidas pero
antes tenemos que preparar, como marca la tradición, el lecho
donde nos va a convertir en mujeres plenas-.
“¡Mierda con la
puta tradición!”, refunfuñé en mi interior pero como no quería
parecer insensible, le pregunté si necesitaban algo.
Samali me dijo si
había alguna tienda donde vendieran flores. Al contestarle que sí,
me pidió si podía llevar a su hermana a elegir unos cuantos ramos
porque era muy importante para ellas. No me pude negar porque aún
cansado, la perspectiva de tenerlas en mis brazos era suficiente para
dar la vuelta al mundo. Al subirme en el coche con Dhara, ella
coquetamente esperó a que le abrochase el cinturón, momento que
aproveché para acariciarle el pecho. Al no haber público, la
muchacha no solo se dejó hacer sino que despojándose de su blusa,
me los ofreció diciendo:
-Son suyos-.
Su mirada inocente
me hizo ser tierno y cogiéndolos en mis manos, los acaricié antes
de llevar mi lengua a ellos. Su piel morena realzaba la belleza
de sus senos. Con el tamaño y la firmeza exacta, esperaron mis
mimos. Al juguetear con mi lengua en su aureola, su dueña emitió un
gemido confirmando su deseo y asiendo su pezón entre mis dedos, lo
encontré dispuesto. Sin más dilación, me lo metí en la boca. La
muchacha, completamente entregada, puso su otro pecho a mi alcance
mientras acariciaba con su otra mano mi entrepierna. Mi sexo
reaccionó irguiéndose, momento que Dhara aprovechó para, sin
ningún recato, con su mirada pedirme permiso.
Le respondí
acomodándome.
La joven se puso de
rodillas sobre su asiento y deslizándose sobre mi cuerpo, pasó su
lengua sobre las comisuras de mi glande antes de con una sensualidad
imposible de describir, irse introduciendo lentamente mi sexo en su
boca. La lentitud con la que lo hizo, me permitió sentir la frescura
de sus labios recorriendo cada porción de la piel de mi pene.
Increíblemente, no paró hasta que su garganta absorbió por
completo toda mi extensión y entonces usando su boca como si de su
sexo se tratara, empezó con un suave vaivén que me hizo suspirar.
Al comprobar que me
gustaba, aceleró su ritmo lentamente mientras con sus dedos
masajeaba mis testículos. La cadencia de sus movimientos se fue
convirtiendo en desenfrenada y sin poderme aguantar, eyaculé en su
interior. La muchacha no se quedó satisfecha hasta que consiguió
exprimir la última gota de mi sexo y solo entonces, dándome un
beso, me hizo probar el sabor de mi semen. Si no llega a ser porque
nos esperaban y sobre todo porque cuando la poseyera debía de
hacerlo siguiendo sus reglas, juro que allí mismo la hubiese hecho
el amor. Menos mal que la poca coherencia que me quedaba me obligó a
separarla y decirle que debíamos irnos.
Dhara, sonriendo, me
susurró:
-Mi hermana y yo, ya
estamos en paz. Estoy deseando contarle que tiene razón-.
-¿Razón?-.
-En el avión,
después de probarla, me dijo que el sabor de la simiente de
nuestro marido era un manjar-.
Confuso por la
confesión de la muchacha, encendí el coche. El camino hasta el
centro comercial me sirvió para recapacitar sobre la actitud de las
muchachas sobre el sexo. Por su educación, puertas afuera eran unas
mojigatas, pero bajo el amparo del hogar, esas crías se estaban
mostrando como unas amantes insaciables.
“A este paso, voy
a tener que agenciarme una tonelada de Viagra”.
Ya en el centro
comercial, la muchacha se agenció de todas las rosas que había en
la floristería y al pasar por una frutería, me preguntó si
teníamos comida en la casa. Como le contesté que no, cogiéndome
del brazo, entró en el local y como niña con zapatos nuevos, lleno
medio carrito con diferentes frutas y verduras.
Había pasado
una hora desde que salimos del chalet. Al llegar, Samali nos saludó
en la entrada al modo tradicional, uniendo las manos y
arrodillándose, tras quitarme los zapatos, me puso unas babuchas que
había sacado de mi equipaje. Ese acto de sumisión inaudita a los
ojos de una occidental, ella lo realizó con una sonrisa de
satisfacción en su cara, no en vano la habían educado para servir y
por primera vez se lo hacía a alguien que consideraba propio, su
marido. Mirándola, descubrí que iba descalza.
Dhara, al entrar con
las compras, se quitó sus sandalias dejándolas a un lado de la
puerta y corriendo, se fue a la cocina. Sus movimientos denotaban una
femineidad difícil de encontrar en las occidentales. A su
hermana, no le pasó desapercibida la forma en que miré a la
muchacha cuando salía y un poco celosa, me dijo:
-Mi hermana es muy
hermosa-.
Sabiendo que a las
hindúes les encantan los piropos pero que no podía caer en la
grosería de menospreciar a una para ensalzar a otra, respondí
mientras acariciaba su mejilla:
-Sí, pero ¿qué es
más bello, una flor o un colibrí?-.
Al oírme, se
sonrojó. En ese momento no caí en la cuenta que en la India, ese
pajarillo era el ave del amor y que mis palabras, eran una
declaración en toda regla. Al no estar habituada a ese tipo de
galanterías, se puso nerviosa y tratando de devolverme el piropo, me
soltó:
-Nuestro marido es
un búfalo-.
Aunque sabía por mi
estancia en ese país que ese animal era considerado casi un Dios al
ser el motor de su economía, ya que, se usaba para arar las
tierras y sus excrementos eran el único abono que disponían, no
pude evitar reírme y contestarle:
-Espero que no sea
por los cuernos-.
La cría no me
entendió y cuando, recalcándole que era broma, le expliqué el
significado en español, se echó a reír pidiéndome perdón.
Siguiendo con la burla, la cogí en mis brazos y sentándome en el
sofá, empecé a darle azotes en su trasero. Samali, muerta de risa,
empezó a dar gritos como si la estuviera matando. Su hermana al
oírnos, vino corriendo y al enterarse del motivo del supuesto
castigo, se unió a nosotros haciéndole cosquillas. Lo que había
empezado siendo un juego se fue transformando y a los pocos segundos,
se volvió un maremágnum de besos y caricias. Nuestros tres
cuerpos se fueron entrelazando en un ritual de apareamiento.
Cuando ya estábamos a punto de perder el control, Samali,
susurrándome al oído, dijo:
-Vamos a nuestro
cuarto-.
Cogiendo sus manos,
las llevé a mi habitación donde me encontré que no solo olía a
incienso sino, que decorando la cama, las sábanas estaban
repletas de pétalos de rosa.
Nada más entrar,
las hermanas a empujones me llevaron hasta el baño, donde habían
preparado la bañera y con ternura, me desnudaron. Tras lo cual, me
pidieron me metiera en el agua. Ni que decir tiene que, en ese
instante, me encontraba excitado. Las dos mujeres haciendo caso omiso
a mi erección, disfrutando como niñas, me lavaron el pelo mientras
no paraban de reír. Demostrando una alegría desbordante, se
dedicaron a enjabonarme todo el cuerpo, dando énfasis a mi
entrepierna. Una vez habían decidido que ya estaba limpio, me
sacaron de la tina y se dedicaron a secarme, para acto seguido,
ponerme una especie de camisola larga muy típica en su país.
Sabiendo que debía
de seguir sus instrucciones, dejé que me tumbaran en la cama. Las
hermanas despidiéndose, me dijeron que volvían enseguida. Durante
cinco minutos esperé su vuelta. Cinco minutos que me parecieron
eternos. Cuando ya estaba desesperado, las vi aparecer por la puerta.
Se habían cambiado de ropa y volvían únicamente vestidas con un
sencillo camisón transparente que me permitió ver sus cuerpos sin
ninguna cortapisa. Me quedé sin aliento al comprobar que no sabía
cuál era más atractiva, si la traviesa y delicada Dhara o la
sensual y madura Samali.
Como los
preliminares eran importantes, me levanté y las besé. La boca de la
mayor me recibió con gozo mientras su dueña pegaba su pubis contra
mi sexo. Envalentonado, atraje a la menor y uniendo sus labios a los
nuestros, nuestras tres lenguas se entrelazaron sin importar a
quien pertenecían. Entre tanto, mis manos como si tuviesen vida
propia fueron de un trasero a otro obligándolas a fundirse todavía
más en el abrazo. Separando a Samali, deslicé los tirantes de su
camisón, dejándolo caer al suelo. Sus pechos perfectos parecían
llamarme y acercando mi boca, jugueteé con su aureola. Ésta
se erizó al sentir la humedad de mi lengua recorriendo sus bordes.
Viendo que Dhara se quedaba aislada, le ofrecí el otro pecho. La
muchacha, mirando a la mayor, le pidió permiso. Al concedérselo con
un gemido, imitándome cogió el seno entre sus manos y metiéndose
el pezón entre los dientes, lo mordisqueó suavemente y entre los
dos, provocamos que un sollozo de deseo saliera de la garganta de
nuestra víctima.
Comprendiendo que
eran dos, mis mujeres, sin dejar de abrazar a Samali, besé a la
pequeña. Ésta al sentir que le hacía caso, ella misma se bajó el
camisón e izando sus pechos, casi adolescentes, con sus manos,
nos los dio como ofrenda. Sin pausa, dos bocas mamaron de los
negros pezones de esa cría, la cual, en contraste con la serenidad
de la hermana, gritó su placer mientras restregaba su sexo contra el
mío.
La excitación de
los tres era patente y por eso llevándolas a la cama, las deposité
lentamente en las sabanas. Completamente desnudas, mis mujeres me
llamaron a su lado. Tardé unos instantes en desnudarme porque era
incapaz de apartar la mirada de ellas. Nada de lo que me había
ocurrido en la vida, podía compararse a la visión de ese par de
bellezas hambrientas de deseo emplazándome a apagar el fuego de sus
cuerpos.
Al despojarme de la
camisola, las dos hermanas contemplaron mi pene erguido con una
mezcla de temor y esperanza. Fue Samali la que, abriendo un hueco
entre las dos, me rogó que lo rellenara con mi cuerpo. Deseando ser
capaz de satisfacer las ansias de ambas, me tumbé a su lado. Las dos
hermanas pegándose a mí, me colmaron de besos mientras sus manos
recorrían mi piel. No es fácil de narrar, lo que ocurrió a
posterior. Dhara y su hermana completamente embebidas de pasión y
usándome como soporte, empezaron a restregar sus sexos contra mis
piernas, tratando de calmar la calentura que les poseía.
Sus maniobras lejos
de apaciguar su fiebre, la incrementó, mojando mis pantorrillas con
su flujo. El roce de sus senos contra mi pecho me estaba
llevando a un grado de excitación que creí que iba a hacer que me
corriera por lo que,separándolas, tumbé boca arriba a la mayor y
mientras mis besos recorrían sus muslos, le pedí a Dhara que se
ocupara de sus pechos. Ella, no solo se apoderó de sus pechos sino
que separando con los dedos los labios de Samali, me ofreció su
virginal sexo. Acercando lentamente mi lengua a mi meta, probé de su
néctar antes de concentrarme en su clítoris. Al sentir
mi apéndice sobre su botón, la morena se corrió en mi boca. No
contento con su entrega, proseguí con mis caricias recorriendo los
pliegues de su sexo.
Incapaz de
contenerse, poniendo su mano sobre mi cabeza, forzó el contacto. Su
sabor oriental impregnó mis papilas, reafirmando mi erección. Como
si su cueva fuera una fuente y yo un náufrago, bebí del manantial
que se me ofrecía, lo que prolongó su éxtasis. La pequeña de las
dos, entretanto y sin dejar de acariciar sus pechos, llevó su mano a
su propio sexo y se empezó a masturbar.
Un chillido de
placer de Samali, me confirmó que estaba dispuesta, por lo que,
acerqué mi glande a su excitado orificio. Ella al experimentarlo,
moviendo sus caderas, me pidió que la tomara. Sabiendo que no me
bastaba con ganar la batalla sino que tenía que asolar sus defensas,
me entretuve rozando la cabeza de mi pene en su entrada, sin meterla.
Cuando la vi pellizcarse los pezones, decidí que era el momento y
forzando su himen, fui introduciendo mi extensión en su interior.
La muchacha gritó
por su virginidad perdida pero, reponiéndose rápidamente, violentó
mi penetración con un movimiento de sus caderas. Con lágrimas en
los ojos, volvió a correrse. La humedad de su cueva sobre mi pene
facilitó mis maniobras y casi sin oposición la cabeza de mi sexo
chocó contra la pared de su vagina, rellenándola por completo. Su
hermana pegándose a mi espalda, siguió mis movimientos como si
fuéramos los dos quienes estuvieran desvirgándola. Mi cuerpo me
pedía que precipitara mis movimientos pero mi mente lo prohibió,
dejando solo que paulatinamente fuese acelerando la cadencia. La
lentitud de mis penetraciones llevaron a un estado de locura a la
mujer y clavando sus uñas en mi trasero, me exigió incrementara el
ritmo. Dhara, tan excitada como la otra, tumbándose a un lado
llevó mi mano a su sexo y gimiendo me imploró que la tocara.
Samali al oírlo,
cambió sus pechos por el sexo de su hermana e imprimiendo a su
mano una velocidad endiablada, torturó su clítoris. Al ver que mi
otra mujer estaba siendo consolada, agarrándola de los hombros,
llevé al máximo la velocidad de mis embestidas. Fue entonces cuando
al percatarme que el placer me estaba empezando a dominar, pasé una
de las manos al pecho de la pequeña y estrujándolo, me corrí
sembrando con mi simiente el interior de la mayor. Ésta al sentir
que estaba eyaculando, nuevamente entre gritos, se corrió.
Dhara al confirmar
que me separaba de Samali, cogiendo uno de los camisones, lo pasó
por la entrepierna de su hermana y satisfecha me lo dio,
diciendo:
-Era niña y ahora
es mujer-, y sin darme un minuto de pausa, arrodillándose frente a
mí, intentó reanimar a mi adolorido sexo.
Cansado me tumbé al
lado de la mayor. Al verme, su hermana aprovechó mi
postura para acercar su sexo a mi cara. Sin hacerme de rogar separé
sus hincados labios y sacando la lengua, jugueteé con sus pliegues
mientras me reponía. La cría gimió al sentirlo y agachándose
sobre mi cuerpo, acogió en su boca mi pene todavía morcillón.
Envalentonado, mordí su clítoris mientras le daba un azote. Mi
acción tuvo como resultado que como si fuera un grifo de su sexo
manara su placer. Su sabor agridulce inundó mi paladar y buscando el
placer de la muchacha, intenté meter la lengua en su interior. Ella
al experimentar que había hoyado su secreto, no pudo más y se
derramó sobre mi boca. Samali, ya repuesta e incorporándose, ayudó
a su hermana en su labor.
Percatarme que eran
dos bocas las que alternativamente se engullían mi pene, fue el
último empujón que necesitó éste para erguirse a su máxima
expresión.
La mayor de las dos,
viendo que estaba ya preparado, ordenó a su hermana que cambiara de
postura y cogiendo mi extensión entre sus manos, apuntó al sexo de
Dhara. Ella, poniéndose a horcajadas sobre mí, fue lentamente
empalándose sin dejar de gemir. Si el conducto de Samali era
estrecho, el de ella lo era aún más y por eso tardé una eternidad
en llenarlo por completo. La muchacha buscando conseguirlo, izaba y
bajaba su pequeño cuerpo, consiguiendo que, en cada ocasión, un
poco más de mi miembro se embutiera en su interior. Su hermana
intentando hacer más placentero su tortura, comenzó a lamer sus
pezones mientras masajeaba el clítoris de la cría.
No sé si fue a
consecuencia de ello o que la muchacha al fin consiguió relajar sus
músculos, pero fue entonces cuando la base de mi pene entró en
contacto con su breve mata de pelos. Si hasta ese momento, la
penetración había sido dolorosa, cuando se hubo acostumbrado a
tenerla en su seno, Dhara se convirtió en una máquina y retorciendo
su delicada anatomía buscó un placer que le fue dado una y otra
vez.
Resultó ser
multiorgásmica y unió un clímax con el siguiente. Samali viendo
que su pequeña estaba disfrutando, aprovechó para darme de mamar.
Como un obseso, me así a sus pechos mientras mi pene seguía siendo
violado por la batidora en que se había convertido el sexo de la
morenita. La excitación acumulada me venció e incorporándome sin
sacársela, le clavé repetidamente mi estoque hasta lo más profundo
de su cuerpo. Dhara se vio desbordada por el placer y soltando un
grito, se corrió por última vez cayendo desplomada sobre las
sabanas. Su desmayo no me importó, al contrario, al verla tirada,
aumenté el ritmo de mis estocadas. No tardé en experimentar un gran
orgasmo, bañando con mi semen la pequeña vagina.
Agotado por el
esfuerzo, me dejé caer sobre la cama. Samali imitando a su hermana,
me mostró el rastro de sangre sobre las sabanas y abrazándose a mí,
susurró a mi oído:
-Éramos niñas y
ahora somos TUS mujeres-.
Soltando una
carcajada, las abracé mientras recordaba la razón por la cual esas
dos jovencitas compartían mi lecho.
“Cuando se entere
el padre Juan de lo que he hecho, me va a matar”, y riendo, pensé,
“¡Que se joda!. Si quería alejarlas del prostíbulo, ¡lo ha
conseguido! aunque ello signifique que las ha metido en mi cama”.
Sencillamente glamoroso e incitante tu relato yo quisiera un par como esas exquisitas mujercitas wuau
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